NO TENGO RAZÓN
“No estoy de acuerdo con lo que dices,
pero defenderé con mi vida tu derecho a expresarlo”
(Voltaire/Tallentyre)
Para los masones el Silencio es una herramienta, yo diría incluso que es un regalo, que tenemos que aprender a utilizar durante todo nuestro camino masónico, y no solo como aprendices; escuchar, reflexionar, pensar en lo que vamos a decir, no redundar en lo ya dicho.
¿Y ahí fuera? ¿Se utiliza el silencio cuando cruzamos la puerta del Templo, en nuestra sociedad? Vivimos en la sociedad de ruido constante y que se ha incrementado en los últimos años.
Yo no tengo razón, ni vosotros, ni nadie, y viviríamos en un mundo más habitable, con menos guerras, con menos discusiones y menos conflictos si ese pedacito de razón que tenemos no lo tomásemos como un todo y supiéramos comprender al que piensa diferente.
Vivimos en un mundo en que el silencio ya no se ve como una señal de prudencia; vivimos en un mundo que a ratos nos desborda.
O todo el mundo tiene razón. La suya. Lo difícil es aplicarlo. Si todo el mundo tiene al menos un poquito de razón, entonces, no podemos simplemente rechazar las opiniones de los otros. Lo que hay que pensar es en qué tiene la otra persona razón. Ponerse en su lugar y mirar las cosas desde su punto de vista. ¿Veríamos un mundo distinto desde la piel de otra persona que vive en otro lugar y en otras condiciones?
Me gustaría pensar que podemos, al discutir, olvidarnos por un segundo de quedar por encima y pensar que el éxito de una discusión no es quedar por encima de nadie. No sé. Quizá es imposible, o quizá es tan difícil y requiere tanto esfuerzo que es casi imposible.
¿No tenéis la ligera impresión de que todo el mundo tiene razón diga lo que diga? Todos tenemos razones de peso, argumentos válidos que justifican nuestras opiniones de cualquier tema. Tendemos a quedarnos con lo primero que leemos, nos dejamos llevar por lo primero que nos gusta leer a nuestro criterio, lo que nos es cómodo. La gente grita y se enfada constantemente por opiniones distintas a la suya.
Se nos ha olvidado que compartir opiniones distintas y el debate de las ideas son pilares del progreso.
“No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti” ¿os suena verdad?
Podemos hablar, pero para ello debemos escuchar previamente. ¿Lo hacemos?
¿Por qué opinamos de todo?
¿Por qué tenemos que posicionarnos o nos posicionan con nuestras opiniones? Lo de opinar sin tener ni idea ha pasado siempre, no nos engañemos; pero hoy tiene otra dimensión: se nos exige que nos posicionemos continuamente sobre temas de los que no sabemos nada.
A veces me hago una pregunta sobre esas personas que siempre tienen razón: razón ¿qué hacen con tanta? ¿Dónde la guardan?
¿Y si no damos nuestra opinión y nos callamos? Entonces te etiquetan que no estás comprometido, no te creen, creen que pasas del tema, que no te implicas, que eres un arrogante. O incluso cómplice.
Cuando a Saramago le preguntaron por qué tardó 20 años en publicar su segunda novela respondió: “Sencillamente no tenía algo que decir. Y cuando no se tiene algo que decir, lo mejor es callar”
En estos tiempos que corren se nos ha llenado el ágora de gente que leyendo un poco de un tema ya piensa que sabe lo suficiente. Da igual el tema, de deporte, de cómo arreglar el mundo, de volcanes, de economía, de política, da igual. Hay gente que habla y habla y acaba pensando que lo que dice va a misa.
Todos vamos a dar nuestra opinión por tierra, mar y WhatsApp.
Y con el incremento de canales de comunicación que nos ha dado Internet nos hemos convertido en una sociedad en la que nadie se calla ni un segundo. Las redes sociales nos han convertido en habladores compulsivos. Su modelo de negocio depende de que seas adicto, publiques, compartas, reenvíes, des a me gusta. Han descubierto que la mejor manera de que funcione es teniéndonos enfadados, tensos. Todo es ruido.
Hablamos tanto y de tantas cosas que ya es difícil saber qué opiniones tienen valor y cuáles no. A quién debemos creer y a quiénes no.
Cada día se envían más de 100.000 millones de mensajes de WhatsApp.
Vivimos atrapados en la necesidad de decir lo que pensamos de una forma inmediata, sin reflexionar. Lanzamos y vomitamos nuestras emociones a través de nuestro teléfono móvil desde la soledad de nuestras casas. Todo se teoriza, todo se discute, todo se comenta.
La gente que siempre tiene razón, están ahí, viven entre nosotros, emboscados desde sus cómodos hogares, pueden escribir en 250 caracteres, o en Facebook o agazapados en un vídeo de tres minutos en Instagram, y por supuesto por WhatsApp. Ahí están los grandes expertos; aquellos que curiosamente nacieron sabiendo todo lo que hay que saber. Tienen licenciaturas, masters y doctorados en política, comunicación, sociología, periodismo, teología, filosofía y además son pilares de la ética y la moral. Sus títulos no provienen de ninguna universidad. Ellos lo saben todo porque, o lo han estudiado en la masiva biblioteca global a la que llamamos Internet, o han nacido con ese conocimiento.
Quién sabe, quizás al fin hemos encontrado al Superhombre. Es una lástima que Nietzsche no esté vivo para verlo alzarse con fuerza y resplandor entre nosotros.
Los superhombres del 2024 pueden, sin duda, arreglar el mundo con un puñetero clic desde el sofá. Lo que sucede es que las cosas no las harán de gratis. Es entendible, todo tiene un precio. Ellos son nuestros salvadores y un poquito de gratitud y humildad de nuestra parte no caería mal. Las personas que siempre tienen razón deberían ser los ministros de sanidad, las presidentas, congresistas, empresarias a la cabeza de las grandes industrias y los científicos conduciendo equipos de investigación. Basta ya de relegar injustamente a observar cómo el mundo se va a la mierda desde sus salas de estar a la gente que siempre tiene razón.
Esto no quiere decir que no podamos opinar de las cosas que nos rodean si no somos expertos en la materia; podemos saber mucho de algunos temas, pero seguro que no todo, y no de todos. E incluso puede darse el caso de que el interlocutor que tenemos delante sí que sea un experto y vamos a hacer el ridículo compitiendo con él. Además, ¿nos han pedido que opinemos, o nos hemos lanzado espontáneamente?
Hay que tener la suficiente humildad, como Saramago, para reconocer que no entendemos de todo, que no pasa absolutamente nada.
Ya lo dijo hace más de un siglo un masón, Mark Twain: es mejor tener la boca cerrada y dejar que la gente piense que eres tonto que abrirla y despejar la duda.
No dejemos nunca de ser eternos aprendices.
Querer tener razón quizá es la enfermedad crónica de la humanidad.
Seguramente una de las causas que han enfrentado más a las personas, a los países, a las religiones en todo el planeta. El problema es que buscamos la solución a nuestras diferencias de criterio tratando de cambiar a los demás, imponer nuestra verdad, nuestras opiniones, en lugar de examinar la causa real de los conflictos.
No estoy aquí para dar lecciones.
No soy juez ni la conciencia de nadie.
Mucho menos el verdugo.
No soy una bandera ni una biblia, ni una constitución.
Soy sencillamente un hombre.
Un hombre que, en vista de que no puede cambiar el mundo, procura, al menos, que el mundo no lo cambie.
No soy más que nadie… ni sé más que nadie.
Soy lo que soy y sé lo que sé y con eso me basta.
En realidad estoy tan confundido… como tú.
(Jesús Quintero)
La francmasonería no profesa ningún dogma y trabaja en una permanente búsqueda de la verdad, por ello las disertaciones publicadas en esta web no deben ser interpretadas como el posicionamiento de la Logia Gea en los temas tratados, sino como la expresión de la opinión de uno de sus miembros con el objetivo de incitar a la reflexión y al debate constructivo que nos permite cumplir con los deberes masónicos con un mejor conocimiento de causa.
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